El viernes 19 de octubre de 1934, el avión de pasajeros Miss Hobart cayó del cielo y se estrelló contra el mar.
Tres mujeres, ocho hombres y un bebé que iban dentro de la aeronave fueron tragados —se cree— por las aguas del estrecho de Bass, que se encuentra entre Tasmania y Australia.
Los restos de la aeronave nunca fueron hallados.
Uno de los que iba abordo era un misionero anglicano de 33 años, Hubert Warren, quien se dirigía a su nueva parroquia de Enfield, en Sídney, capital de Australia.
Su esposa Ellie Warren y cuatro de sus hijos hacían el mismo trayecto, pero en barco.Saltar las recomendacionesQuizás también te interese
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Fin de las recomendaciones.
El último regalo del reverendo a su hijo de 8 años, David Warren, había sido un radio a galena que el niño atesoró durante años.
Durante sus días de bachillerato, David se dedicó a investigar cómo funcionaba aquel aparato. Además cobraba dinero a sus compañeros para que pudieran escuchar los partidos de críquet de su país.
Con el tiempo comenzó a vender unas réplicas del modelo original.
Cuando era joven, David era un carismático orador. Su familia, profundamente religiosa, soñaba en que se iba a convertir en un pastor evangélico.
Pero el regalo de su padre lo había llevado por otro camino: el de la ciencia.
Eso no significa que no iba a salvar almas. Pero sobre todo, iba a salvar vidas.
Antes de cumplir los 25 años, David ya se había graduado por la Universidad de Sídney y la de Melbourne y ostentaba un doctorado en química por el Imperial College de Londres.
Su especialidad era la ciencia de cohetes y comenzó a trabajar en los Laboratorios de Investigación Aeronáutica, (ARL, por sus siglas en inglés), que forman parte del Departamento de Defensa de Australia, enfocados en la construcción de aviones.
En 1953 se unió a un grupo de expertos para investigar la causa por la que los Havilland Comet, los primeros aviones comerciales impulsados por turbinas, seguían estrellándose.
David señaló su teoría: tal vez era por los tanques de combustible. Pero en realidad podía ser cualquier cosa, y lo único que tenían como evidencia eran las muertes y los restos de los aviones.
“La gente estaba hablando sobre el entrenamiento del personal y los errores de los pilotos, y que si se rompió la cola o no, y toda una serie de cosas de las que no sabía nada”, recordó David Warren unos 50 años después, en una entrevista.
“Entonces soñé con un objeto que había visto la semana anterior, en la primera feria comercial después de la II Guerra Mundial. Era, según me dijo su vendedor, la primera grabadora de bolsillo, la Miniphon. Un dispositivo alemán. No había visto nada como eso antes”, agregó.
El objetivo de la Miniphon era registrar dictados para los hombres de negocios, quienes podían grabar en sus escritorios (o en trenes, o en aviones) las cartas que después iban a transcribir sus asistentes.
David, quien amaba la música swing, solo quería una Miniphon para poder grabar sus propias versiones del músico de jazz Woody Herman.
Sin embargo, cuando uno de los científicos del grupo sugirió que el último avión Comet que se había estrellado había podido ser secuestrado, algo se encendió dentro de él.
Las posibilidades de que una grabadora pudiera ir en el avión —y sobreviviera a un accidente— eran básicamente nulas.
Entonces se hizo la pregunta: ¿qué tal si cada avión lleva una minigrabadora en la cabina?
El razonamiento de David fue que, si el aparato era lo suficientemente fuerte para resistir el impacto de un accidente, podría grabar lo que había ocurrido minutos antes del siniestro dentro de la cabina de pilotos.
La idea le pareció brillante. Entonces se la propuso a su jefe.
“No tiene nada que ver”
Pero sus superiores no mostraron el mismo entusiasmo ante la ocurrencia.
“Me dijeron que eso no tenía nada que ver con química o con el combustible.“Tú eres químico. Pásale eso al grupo (especializado en) instrumentos y concéntrate en los tanques de combustibles'”, relató David.
David estaba convencido de que la idea de poner una grabadora en la cabina del piloto era buena.
Sabía que sin la ayuda oficial era poco lo que lograría hacer. Pero no se podía sacar la idea de la cabeza.
Cuando su jefe fue trasladado, David volvió a presentar su invento.
Su nuevo jefe y el superintendente de ARL, Laurie Coombes, quedaron intrigados.
Lo animaron a continuar trabajando, pero de forma discreta. Como no era un proyecto aprobado por el gobierno —ni un arma nueva—, no podía verse como una labor que insumiera tiempo de laboratorio o gasto de recursos públicos.
David dijo que Coombes se le acercó para decirle tajantemente: “Si me entero de que le has contado a alguien sobre este proyecto, incluso a mí, te despido”.
Era un aviso serio para una persona que estaba casada y tenía hijos que mantener.
Pero el apoyo de sus jefes se extendió hasta el punto de que le hicieron llegar un dispositivo para grabar, que fue reseñado en los documentos de la empresa como “un instrumento requerido para el uso en el laboratorio”.
Con este respaldo, David se puso en la tarea de investigar y finalmente entregó su idea en un reporte titulado “Dispositivo para asistir la investigación de los accidentes de aviación”.
Y lo envió a todos los involucrados dentro de las industria aeronáutica.
La respuesta no fue muy benevolente.
La furia
El sindicato de pilotos respondió con furia. Denominó el dispositivo un “elemento de espionaje” e insistió en que “ningún avión en Australia va a despegar con el ‘Gran Hermano‘ escuchando”.
Esa fue una de las reseñas “positivas”.
Las autoridades de la aviación civil declararon que no tenía una “importancia inmediata” y que la Fuerza Aérea temía que sería una oportunidad para escuchar de la cabina “más groserías que explicaciones”.
A David le dieron ganas de dejar todo como estaba.
Pero su hijo mayor, Peter, dijo que su padre era un hombre terco, con una visión inconformista ante el mundo.
“Un día nos llevó a esquiar. Pero él esquiaba utilizando los guantes que se usaban para lavar los platos, porque decía que no iba a pagar los US$30 que cuestan los de esquí”, recordó Peter.
“Él no iba a sentarse a esperar y seguir al rebaño”, agregó.
Entonces, David se dio cuenta que la única manera de evitar más burlas y críticas a su idea era construir —como lo había hecho en el colegio— un prototipo sólido.
Entonces apareció la primera “caja negra” de los aviones.
“Ponlo en el primer avión a Londres “
En 1958, cuando David estaba con los detalles finales del prototipo, Coombes se apareció en el laboratorio con un amigo británico que estaba de visita.
“David, cuéntale lo que estás haciendo”, le dijo el jefe.
Le explicó que su dispositivo utilizaba cinta de acero para grabar cuatro horas de los pilotos, además de leer los instrumentos, y que se podía borrar su contenido, con lo cual era reutilizable.
El visitante se quedó mirando el prototipo y le dijo: “Esta es una excelente idea, Coombes. Pon a este muchacho en el primer avión a Londres y vamos a mostrarlo”.
El avión al que se refería era un avión Hastings, en el que solo volaba gente poderosa. ¿Quién era entonces ese amigo británico?
Se trataba de Robert Hardingham, ex vicemariscal de la Royal Air Force y en ese momento secretario de la Oficina de Registro Aéreo Británico.
“Era un héroe y era amigo de Coombes. Si él te daba su asiento, tú lo tomabas”, recordó David.
Semanas después, David volaba en dirección a Londres, con la precisa instrucción de no decirle nada al Departamento de Defensa Australiano, para evitar que lo “bajaran del avión”.
Como una ironía del destino, el avión perdió un motor en la mitad del Mediterráneo. Sin embargo, aterrizó en Londres sin nada que lamentar.
Pero en el camino, Warren había grabado todo.
En 1958, David Warren con su esposa y sus cuatro hijos, cuando estaba en medio de afinar su invento.
La caja naranja
En Reino Unido, David presentó la llamada Unidad de Memoria de Vuelo ARL a los principales representantes de la industria aeronáutica.
En Londres lo amaron. Se presentó en varios programas y las autoridades británicas comenzaron a trabajar en un dispositivo que fuera obligatorio para los aviones.
Una firma británica le compró a la ARL los derechos y comenzó a producirlo en masa.
Aunque se la llamó “la caja negra”, los primeros fueron cubiertos con una coraza color naranja para que fueran fáciles de encontrar después de un accidente.
Todavía mantienen ese color.
Peter cree que el nombre viene de una entrevista que dio su padre a la BBC en 1958.
“Al final de la entrevista el periodista se refiere al dispositivo como una ‘caja negra’. Es un palabra genérica en la ingeniería electrónica. Y el nombre quedó“.
En 1960 Australia se convirtió en el primer país en obligar a que todos los aviones tuvieran un “grabador del vuelo”, después de que se presentó un accidente que se cobró la vida de 29 personas.
Actualmente las cajas negras son casi indestructibles y son de uso obligatorio en cada vuelo comercial que ocurre en el planeta.
Eso ha permitido una serie de innovaciones en seguridad, que se han logrado a partir de conocer las causas detrás de los accidentes a través de la información recolectada por este dispositivo.
“Un bastardo con suerte”
David trabajó en la ARL hasta su retiro, en 1983, donde se convirtió en principal investigador. Murió el 19 de julio de 2010, a los 85 años.
Pero, a pesar de lo que significó su invento para la aviación, los reconocimientos tardaron en llegar.
Recién en 1999 el gobierno australiano lo condecoró por sus servicios a la industria de la aviación.
“Creo que se debió a la mentalidad colonial que había en esos momentos. Se creía que los buenos inventos solo podían venir de EE.UU., Reino Unido o Alemania”, dijo Peter.
El secretismo histórico de la ARL también jugó un factor en ese hecho.
Además, la familia señaló que nunca recibió un centavo en concepto de regalías por el invento.
A menudo le preguntaban a David si se sentía mal por ello.
Peter dice que su respuesta estándar era: “Sí, el gobierno obtuvo los beneficios de lo que hice. Pero tampoco me cobraron las otras 100 ideas que no funcionaron”.
Los hijos de David heredaron su sentido del humor.
A pedido de Peter, el aviso de la muerte del David incluía su frase personal “soy un bastardo con suerte”.
A petición de Jenny, fue enterrado en un ataúd con la etiqueta: “Inventor de la grabadora de vuelo: No abrir”.
Y ellos ¿piensan en su papá cuando vuelan?
“Todas y cada una de las veces que lo hacemos”, responde su hija.
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